
Cartas emparejadas
A todos aquellos que no encuentran respuesta en lo que hacen, Cartas emparejadas abre una rendija a la confianza de que toda acción provoca un cambio.
Mi madre jamás leía nada excepto el cartel de la parada del autobús que cogía cada día para ir a trabajar. No tenía demasiado mérito porque ese cartel decoraba la marquesina desde hacía casi diez años. Nunca había abierto un libro de los muchos que tenía en mi habitación y tampoco leía las cartas que le llegaban al viejo buzón de casa. Por eso no me sorprendió que no contestara a mis cartas. Desde que me fui a vivir con la tía Margot a Francia, le escribía una cada semana. Jamás esperé ninguna respuesta, pero necesitaba que supiera lo mucho que echaba de menos España, lo que añoraba el pueblo y lo que lloraba por no estar con ella. Aún sabiendo que no las iba a leer, no dejaba de escribirle mi carta cada semana, incluso cuando supe que había enfermado y ni siquiera ya abría los ojos.
Cuando falleció, me permitieron volver a España para recoger las cosas de la casa y que mi tía Margot pudiera venderla. Todo estaba como yo recordaba. No habían pasado los años por aquella casa. Entré en mi habitación, que olía a los abrazos de mamá y a sus besos de buenas noches. Cogí uno de los tantos libros que descansaban en la estantería para ser leídos y descubrí que en su interior había dos sobres. Uno era una de mis cartas. Lo supe al momento porque reconocí mi letra en la dirección. Estaba abierta y el papel desgastado de tanto doblarlo y desdoblarlo. En la otra carta estaba escrita mi dirección de Francia atravesada con un sello en color rojo que ponía REHUSADO. La abrí inmediatamente. La letra de mi madre era tal y como la recordaba. Decía que me echaba mucho de menos y que ya faltaba poco para vernos.
«Envío rechazado expresamente por el destinatario»
Cogí otro libro que guardaba otras dos cartas, la mía y otra con el mismo sello de rehusado, como si de un secreto se tratara. Seguí abriendo libros hasta que me di cuenta de que mi madre había guardado cada una de mis cartas y que iban acompañadas por una suya. Más tarde, me enteré de que rehusado significa envío rechazado expresamente por el destinatario. Y leyendo las cartas, me enteré de que mi tía era quien las rechazaba y que solo le preocupaba el dinero que mi madre enviaba todos los meses puntualmente para mi manutención. También supe que se había leído todos mis libros porque sentía mi energía en ellos y que su momento favorito del día era cuando se iba a la cama y leía una y otra vez mis cartas.
Ahora ya no puedo decir que mi madre jamás leía nada. Mis cartas le quitaron el puesto al cartel de la marquesina de la parada del autobús. Y quien escribía cartas aún sabiendo que no las iban a leer, era ella.

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